Hay fotos que sonríen para siempre. Son esas imágenes capturadas justo antes del destino, cuando nadie sospecha que el adiós ya está escrito y que la eternidad está al borde de una pista.
El mediodía del 12 de junio parecía uno más en el aeropuerto internacional de Ahmedabad, India. El vuelo AI171 de Air India, un Boeing 787-8 Dreamliner, se preparaba para alzar el vuelo con rumbo a Londres. A bordo, entre 241 pasajeros, una familia india se abrazaba a la ilusión de volver a empezar: el doctor Prateek Joshi, la doctora Komi Vyas y sus tres pequeños hijos: Miraya, de ocho años, y los gemelos Nakul y Pradyut, de cinco.
Eran médicos. Eran padres. Eran esperanza.
La selfie familiar tomada en la cabina minutos antes del despegue no muestra miedo, ni prisa, ni presagio. Muestra amor. Muestra a una pareja que se reencuentra después de años de construir un camino entre turnos en hospitales del Reino Unido y días de crianza compartida entre India y Londres. Muestra a tres niños sonrientes, con los ojos curiosos de quienes aún no saben que el mundo también puede doler.
Apenas cinco minutos después del despegue, el avión se estrelló en una zona residencial. Murieron 240 personas. Solo una sobrevivió: un ciudadano británico de origen indio. Entre los escombros, la fotografía quedó como testigo mudo de lo que fue y ya no sería.
El doctor Joshi era radiólogo en el Royal Derby Hospital y en el Queen’s Hospital Burton, en Inglaterra. Su esposa, Komi Vyas, había trabajado en el Pacific Hospital en India y se había reincorporado recientemente a la vida británica para retomar los planes compartidos. Los vecinos los recuerdan como una familia dulce, generosa. Uno de ellos, Neil Ryan, contó que cuando se mudaron, se despidieron regalando dulces, ginebra y té. “Personas genuinas”, dijo. De esas que dejan huella aun cuando parten en silencio.
Pero no fue en silencio. Fue en tragedia.
Las autoridades aún investigan las causas, mientras la noticia le da la vuelta al mundo como un eco que no se apaga: una familia completa, arrancada del aire justo cuando más soñaba con volar.
Porque sí, esa imagen a bordo del Dreamliner parecía una bienvenida, pero se volvió una despedida. La clase de despedidas que nadie planea, pero que el destino, a veces cruel y sin aviso, escribe con tinta indeleble.
Y ahora queda la foto. Y el nombre. Y la historia.
Una historia de amor, de vocación, de reencuentro. De un matrimonio que sanaba cuerpos y criaba hijos. De tres niños que llevaban en su risa la promesa de mañanas. De un vuelo que era el comienzo… y que se convirtió en memoria.