Por: Raúl S. Llamas
Ciudad de México.-
México asiste, una vez más, al inicio de un debate que definirá el rumbo de su frágil equilibrio democrático: el análisis para revertir la autonomía de las fiscalías estatales y de la Fiscalía General de la República. No se trata de un asunto menor ni técnico, como algunos pretenden presentar. Se trata de una disyuntiva de fondo: decidir si la justicia seguirá siendo un poder que intenta caminar con independencia o si terminará, otra vez, arrodillada frente al poder político.
El argumento oficial es seductor: “necesitamos resultados, no estructuras que no funcionan”. Cierto es que las fiscalías autónomas no han dado, en muchos casos, los frutos esperados. La violencia campea, la impunidad corroe y la corrupción aún encuentra grietas por donde filtrarse. Pero pretender que la solución está en devolver al Ejecutivo el control directo de los fiscales sería, en los hechos, una marcha atrás en lo poco que hemos avanzado.
El proyecto de un México moderno y democrático se ha construido —con tropiezos y resistencias— sobre la idea de contrapesos. Las fiscalías autónomas surgieron para intentar frenar el uso faccioso de la justicia, ese que durante décadas convirtió a los fiscales en verdugos o protectores, según conviniera al poderoso en turno. Revertir esa autonomía, bajo el pretexto de la eficacia, es abrir la puerta a tentaciones autoritarias que creíamos superadas.
Más grave aún: este debate se enmarca en un momento donde otros pilares institucionales están siendo cuestionados. La propuesta de elegir a jueces y ministros por voto popular y el análisis sobre la prisión preventiva oficiosa forman parte de un mismo rompecabezas: el de un país que parece dispuesto a transformar su arquitectura judicial sin detenerse a pensar en los riesgos de la improvisación o del cálculo político.
Es indiscutible que las fiscalías requieren una profunda reforma. Pero esa reforma debe buscar la profesionalización de sus cuadros, el blindaje frente a los intereses partidistas, el fortalecimiento de su capacidad técnica y la auténtica rendición de cuentas. Hacerlo de otra manera sería renunciar a los ideales de justicia independiente que tanto nos ha costado construir.
El país no puede permitirse una justicia de partido ni una justicia de coyuntura. Necesitamos una justicia que sea, como lo soñaron los fundadores de la República, el más alto baluarte de la dignidad y la libertad. Todo lo demás es atajo… y, como sabemos, los atajos en la historia de México suelen llevar al precipicio.